Ella, él y la morena

Ella, él y la morena

Era la noche indicada para ejecutar el plan. Noche clara de luna llena que se
colaba por la ventana iluminando el cuarto; condiciones ideales que requería el
conjuro. Lo había encontrado en un libro de esoterismo y rituales del siglo XVI.
Ella estaba segura de que no había llegado por azar a sus manos, y no creía en
casualidades.
Desarmó un paquete de cigarros y con mucho cuidado le quitó el papel
plateado. Luego se sentó en la cama y apoyó el papel sobre el embozo de la
sábana.
Con esmero, comenzó a limar sus uñas, cuidando que el polvillo cayera sobre
el medio de la hoja plateada; no podía desperdiciar ni un gramo. Luego, como si
transportase una divinidad, se dirigió a la ventana y depositó la hoja sobre el
alféizar asegurándose de que la limadura quedara debajo del haz de luna: sabía
que era su última oportunidad.
Ella presentía que él estaba por dejarla y la embargaba la desesperación. Solo
pensaba en retenerlo. Estaba dispuesta a todo incluso a darle crédito al conjuro,
aunque íntimamente, aquella parafernalia le causaba gracia.
Con las primeras luces de la mañana despertó. Fue hacia la ventana. Debía
evitar que el sol alcanzara el papel. Luego, armó un paquete, lo guardó en su
bolso y se marchó a la universidad.
Lo encontró en la biblioteca y después de una charla informal se citaron aquella
misma tarde en el piso de él.
Después de dos cursos y muchas noches de sexo, las excusas para
encontrarse sobraban. El tiempo le jugaba en contra, según el libro, los efectos de
la limadura caducarían a las veinticuatro horas.
Llegó a la cita un rato antes. Subió rápido los cuatro pisos que la separaban del
apartamento. A cada escalón perdía el aliento y maldijo su fobia a los ascensores.
Antes de llamar a la puerta esperó para recuperarse. Él la recibió con esa sonrisa
seductora, ella recordó que también venía por esa sonrisa que la embaucaba.
Entró.
2
En medio del salón había dos sillas arrimadas a una mesa camilla repleta de
libros, él la invitó a sentarse. Ella se quitó la chaqueta, abrió el bolso y sacó una
funda de seda azul con un lazo morado. Sin dejar de mirarlo, barrió con el brazo
los libros dejándolos caer el suelo.
— Te debía una tirada de cartas, ¿recuerdas?
— Sí, lo recuerdo — respondió confundido, pero sin dejar de sonreír.
— Espera, iré a la cocina por un vaso con agua; no te muevas de aquí.
Estaba muy segura de lo que iba a hacer, aunque algo de temor le producía la
cercanía con lo desconocido
Se puso de pie y tomó el bolso. Ya en la cocina procuró obstruir la vista de él
con su cuerpo mientras sacaba el paquete plateado. Lo abrió y volcó la limadura
de uñas dentro del vaso con agua, luego agitó levemente la pócima. Sacó de un
bolsillo un papel y en voz baja leyó el conjuro. De regreso al salón recordó que no
había ido al baño. En verdad no sabía por qué tenía que hacerlo y pensó: “cosas
de mujeres”.
Él no había dejado de mirarla, ¡su cuerpo le encantaba! Conocedor de las
debilidades de ella, no dejó de sonreírle. Aquella mujer devenida en hechicera se
sentó, apoyó sobre la mesa el vaso con la pócima y se dispuso a mezclar las
cartas. Luego, él fue escogiendo algunas y ella las acomodó sobre la mesa.
Ahora venía lo más difícil. Conocedora de la atracción de él por la cartomancia
debía decodificar el mensaje y presintió que estaría lejos de sus deseos.
— Veo que hay una morena en tu vida. Ella se interpone en tu
carrera…disculpa; pero no la terminarás ni este año, ni el que viene como
pensabas, la morena tiene otros planes; quiere llevarte a su pueblo y
casarse contigo ¿Sera así?
A él se le borró la sonrisa.
— Me sorprendes…
— Toma un trago de agua — lo invitó.
¡Bebe jodido! Le estaba jugando sucio, quería retenerlo, evitó mirarlo a los ojos.
Sintió una puntada que casi le parte el pecho, ¡la mentira, la puta mentira!
3
Él se levantó de la silla y lentamente rodeó la mesa en dirección a ella. Le
recogió el cabello e improvisó un rodete que cruzó con un lápiz de rayas amarillas
y negras. Comenzó a besarla desde el cuello hasta los hombros. Mientras
humedecía el caprichoso camino la piel de ella se erizó. Sus manos finas y largas
abarcaron firmemente sus senos. Ella, rendida, dejó de hablar y apoyó la frente
sobre la pelvis de él. Con dulzura le levantó la cabeza y la beso con tanta fuerza
que ella creyó que iba a tragarse su lengua. De manera intempestiva, él detuvo el
beso, la miró con ternura doliente y luego bebió un sorbo de agua. Con los labios
aún húmedos volvió a besarla.
En ese instante, ella supo que su plan acababa de fracasar. Él se arrodilló y ella
quedó paralizada. Levantó su falda, sus cabellos le rozaron los muslos; ella se
estremeció. Él dejó escapar un suspiro y otro…y otro. La humedad de los labios
de él, traspasó la fina tela de las bragas y ella se abrió al placer que le ofrecía. En
la misma silla la despojó de cada una de sus prendas y la tatuó con besos para
luego borrarlos con caricias. Ella sintió que todo sabía a despedida. Los besos se
hicieron más largos y profundos. Las caricias se repitieron, suaves, interminables y
tibias. No supo cómo él terminó sentado en la silla y ella sobre su regazo. Su
mirada se clavó en el vaso que desde el centro de la mesa, era un espectador
privilegiado. Intentó disimular las lágrimas, aunque intuyó que él no las notaba.
Siguieron orgasmos tristes que ella encadenó con lágrimas que auguraban la
despedida. Sus mejillas se humedecieron mucho más que su sexo.
Cuando terminaron de amarse, ella lo abrazó; y ahora fue él quien rodeó su
cintura y dejó caer su cara entre sus pechos. Esta vez, ella fue primero al baño,
también eso fue diferente. Sintió que era un presagio. Todo había resultado
distinto.
Esa tarde de pasión fue la despidida. Él dejó la carrera, fue a vivir al pueblo de la
morena y se casó. En ocasiones, ella desea que él, alguna vez, experimente con
la morena que el sexo es compatible con las lágrimas.

Atribulado.

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